"Uno es el hombre", 1990, Tomás Eloy Martínez

Uno es el hombre

¿Alguien sabe cómo es la realidad? ¿Alguien ha visto las mezquitas del viento bajo las aguas, alguien ha palpado las inseguras plumas de los sentimientos? Quien se acerque a los grabados de Isabel de Laborde no sólo podrá ver la realidad desmorona.  También oirá el ardor de los instintos, tocará las zoologías de la muerte, sabrá que el hombre es siempre lo que no está: máscara, zopilote, perdón maldito, mar de la noche, lección de los abismos.

Basta encontrarse una sola vez con estos trazos, (a los que Isabel de Laborde ha puesto bajo la advocación del poeta Jaime Sabines), para que los tejidos de la mirada se desconcierten: ¿de dónde salen estas líneas oscuras? ¿Cómo ha desembarcado entre nosotros esta imaginación del otro mundo?  Lo primero que se piensa es que Isabel ha sido víctima de un ardid de la alquimia: que las planchas, las agujas, los ácidos y los punzones de su taller de grabado son los que, librados por fin a un secreto albedrío han tejido por sí solos las penetrantes visiones de esta muestra.  Que los relámpagos, las pesadillas, el fuego, los huesos, los zorros, las felicidades y los brillos cristalizados en estos aguafuertes y aguatintas son una fiesta de la magia y no lo que de veras son: señales vivas de la imaginación y la destreza plástica de Isabel.

Y después de todo eso ya no se piensa nada, no hay tiempo ni lugar para las violencias del pensamiento.  Uno ha entrado en el reino de los grabados y ya no puede moverse de allí: ha caído bajo el encantamiento azteca de estos paisajes sin principio ni fin donde los bastiones negros de las hojas tienen el ritmo de los antiguos himnos sagrados y donde las pupilas grises de los bueyes, de los zorros y de las sangres convocadas por Isabel de Laborde se parecen a la madre de los dioses: “tendidos en el ombligo de la tierra, hundidos en un encierro de turquesas”, tal como decían las canciones toltecas desbaratadas por Hernán Cortés.

Y quien por fin entre en el cuerpo perturbador de estos grabados saldrá ya no siendo el mismo: porque lo que antes se llamaba día es aquí salitre de la noche, lo que antes eran pájaros de la vigilia son ahora peces de los sueños, nadie es ahora de la misma manera.

Cuando estos grabados no existían, era fácil mirar a la realidad sin equívocos.  Ahora no, porque Isabel ha tejido el perfil, el sesgo, la transparencia de la única realidad que no se mira: la que llevamos dentro de nosotros.

Tomás Eloy Martínez