"Encuentros con la huella de un origen", 2006, Santiago Kovadloff

Encuentros con la huella de un origen

Las manchas plasmadas en el papel, al igual que las maderas encontradas en ríos y lagos del sur, operan sobre Isabel de Laborde como auténticas incitaciones. Se diría que ella las aprehende como destellos de presencias que despiertan su anhelo de interlocución. Materias primordiales más que primarias, manchas y maderas, con sus secretas vibraciones y ritmos propios, invitan a la artista, en el momento inicial de ese encuentro, a oír, a interrogar y a dejarse interpelar por el mágico silencio de las formas espontáneas. Es que Isabel de Laborde oye y pregunta con sus ojos y sus manos. De uno y otro modo recorre la piel de esas incitaciones que, poco a poco, la alientan a operar. Así, la vista y el tacto dan vida al preámbulo indispensable para el encuentro ulterior en la creación. Relevamiento de huellas, señales e indicios, ese contacto inaugural permite a la artista adivinar las andanzas del agua y el tiempo en la madera y captar el susurro con que las sendas semiveladas en las manchas la incitan a incursionar en la búsqueda de volúmenes y figuras. Luego, lo determinante será el hallazgo de las estructuras geométricas. Sobre ellas se desplegaran las propuestas que hoy vemos consumadas. Las obras de Isabel de Laborde aquí reunidas se me imponen como espejos singulares donde las errancias del alma, sus pulsiones, sus tensiones, graban el rastro de una marcha incesante en pos de alguna significación. Retrato de formas inminentes antes que acabadas, tanto como de configuraciones difusas y enigmáticos residuos de pretéritas realidades, estas manchas y maderas revelan una inagotable fascinación por lo apenas sugerido, por las voces casi inaudibles de lo venidero tanto como de lo remoto. El recorrido inicialmente intuitivo sobre las texturas disponibles va instruyendo los pasos siempre experimentados de Isabel de Laborde. Lejos de realizar un inventario de perfiles inequívocos, ella optara por la insinuación y lo virtual. Valiéndose de líneas elocuentes, nos hablara de energías en eterna movilización. Blancos y negros, espacios y cavidades nutren el efecto estético logrado mediante un certero trabajo de abstracción. Pero la huella del origen, de esta ofrenda primera que el azar y la naturaleza le han hecho, es celosamente preservada tanto en las manchas como en las maderas. Las bases que dan sustento a las obras en madera fueron elaboradas por Miguel de Larminat. Hay que decir que son decisivas. No sólo afirman las piezas con certera solidez sino que contribuyen a infundirle su notable prestancia. Su concepción enfatiza la intención de cada obra y faculta el relieve del conjunto. Quiero por último resaltar el hecho de que las intervenciones de Isabel de Laborde, asentadas en una probada veterana plástica, rehúyen siempre la ostentación del esfuerzo creador. Mas bien se ponen al servicio de sus materiales. Y así como las manchas desbaratan las percepciones preestablecidas para estimular el discernimiento de un dinamismo sin mengua, así también el trabajo sobre las maderas impide que la percepción busque amparo en escenarios convencionales. En suma, una aventura, la de Isabel de Laborde, digna de ser compartida. 

Tus telas hablan del silencio. Más aún: en ellas habla el silencio. No el silencio en el que caen los hombres y que, a veces, envuelve a las cosas, sino el silencio en que los seres y las cosas íntimamente consisten. Tal es, para mí, el repertorio de formas que trazan tus manos; el espíritu que infunde movimiento a tus imágenes.
 Este silencio, Isabel; no señala sino hacia el misterio primordial que entraña toda presencia; la irrupción de toda presencia en el corazón capaz de hospedarla.
 A ese misterio lo celebran tus ojos; tus ojos que son tus manos y tus colores. Lo celebran en la liturgia del dibujo y la pintura. Lo advierten y lo recogen en el sosiego cargado de tensión; en la quietud que presiente su propia turbulencia; en el enigma, en suma, que descansa agazapado en el perfil aparentemente dócil de las cosas, nutriéndolas de magia, de insinuación y de espera.
 Celebro tus trabajos, me conmueven. Hay en ellos un anhelo de trascendencia, ese empeño en aprehender lo inasible de las formas que distingue a quienes saben que ellas sólo son reales cuando son transitivas. Y yo no puedo menos que identificarme con tu intención, con tu tensión, con tu fracaso. Sí, tu fracaso, Isabel, porque el arte es siempre saldo venturoso de un fracaso ineludible. El del alma empeñada en acceder a una luz que no entrega jamás su secreto, ese secreto hacia el cual no podemos ni queremos dejar de tender.
 De la tuya hay que decir que es obra de contemplación. Le doy al término sentido decididamente religioso. Y ya se sabe que, así entendido, no contempla quien mira u observa sino quien ha sido ganado por una atmósfera que lo arrebata, que lo excede y transfigura.
 Nadie, Isabel, podrá decirnos nunca qué creamos. Ni nadie tampoco podrá negar que la creación responde, en lo esencial, a un encuentro privilegiado de nuestro espíritu con el semblante primordial de la vida. De la vida que es siempre, en el instante de la creación, una verdad singularmente conjugada: este rostro, este nombre, ese hombre; esta emoción inusual que nos deslumbra y nos fecunda. Y que es, también, ciertamente, este encuentro mío con la ofrenda que me hacen tus trabajos, el fruto laborioso de tus manos inspiradas.

Santiago Kovadloff

Ensayista, poeta, traductor, filósofo, antólogo de literatura de lengua portuguesa, miembro correspondiente de la Real Academia Española