La Nación, 'Un espíritu épico', Diciembre 1995

Un espíritu épico

En el Centro Cultural Recoleta (Junín 1930) tuvo lugar una importante exposición de pinturas y algunos dibujos de Isabel de Laborde. La acompañaba un bello catálogo con introducción de Fabián Lebenglik y una carta de Santiago Kovadloff. No me parece casual que ambos escritores señalen como característica ineludible de la artista su silencio, o quizá, sus silencios.

Se trata en verdad de paisajes de gran tamaño, presentados a veces en forma de dípticos, de las inmensidades que registró en su memoria de su México natal o las que hoy percibe frente al paisaje patagónico, una región que habita en buena parte del año.

Ni mero azar que en ambos casos sus revelaciones tengan lugar a partir de una misma cordillera de los Andes, espina dorsal de nuestro continente, desde el Río Grande

hasta Tierra del Fuego.

La libertad asumida en la concepción estética, el trazo desinhibido produce felices resultados a partir de aquella época de formación que le hizo pasar 10 años en Francia, entre la Escuela de Artes Decorativas y la de Bellas Artes.

Se precisa una disciplina muy particular para permitirse los desplantes de esta mujer menuda, de rostro típicamente vasco-francés, para salir airosa de sus manchas de color. A partir de los pigmentos mezclados con acrílico, Isabel aborda el generoso espacio de sus telas con las inmensidades que capta por un lado su retina, y por otro, el espíritu épico que la anima. Porque captar ese espacio americano es una hazaña que sólo pueden permitirse quienes a su vez mantienen el tono épico de su propia condición humana.

Conozco otro caso, el de Monique Rozannes, que también se sintió conmovida en su inspiración a partir de Machu Pichu, y lo recuerdo porque existe un parentesco, aunque lejano, entre ambas creadoras unidas en el espacio americano de la inmensidad.

Sabemos que toda cultura es un diálogo entre el artista y la tierra que habita. No encierra pues sorpresa para mí que Isabel de Laborde haya producido sus obras a partir de la fuerte comunicación del medio con su propia alma. Algo de eso ocurrió con Gauguin cuando se encontró a si mismo en las islas del Pacífico, ni es casual que él hubiese pasado su niñez en el Perú. No es caprichosa el alma de los creadores, se vuelca hacia aquello de más profundo que se aviene con la propia creación. Eso es así porque el artista, más que el padre es el hijo de sus obras, que son las que en última instancia le dictan sus propias necesidades.

Festejo que Isabel de Laborde se haya encontrado a sí misma en las tierras que la vieron nacer, y lo festejo no sólo por ella, sino por nosotros y por nuestra propia cultura.

Rafael Squirru